Paseo por una calle del Madrid viejo, y al doblar una esquina
encuentro a un joven que toca el violín. Lo hace muy bien, interpretando
una melodía que desconozco -excepto en un par de registros, mis
conocimientos musicales son limitados- pero que me conmueve hasta el
punto de hacer que me detenga un poco más allá, escuchando. Y no sólo me
conmueve la música. La soledad del joven en esta calle poco transitada,
su expresión mientras desliza el arco sobre las cuerdas, la funda del
violín que, a sus pies, muestra unas pocas monedas, también me producen
una sensación triste. Melancólica.
Desde unos pasos de distancia,
lo observo con atención. Sorprende, sobre todo, que parezca español,
pues la mayor parte de los músicos callejeros que veo en el centro de
Madrid -mariachis, acordeonistas, incluso la orquesta de jazz que suele
tocar cerca del hotel Palace- son extranjeros, y en su mayor parte
proceden de países del este de Europa. Pero éste parece de aquí, y lo
confirmo cuando vuelvo sobre mis pasos, me inclino y pongo sobre la
funda del violín un billete de cinco euros. «Gracias», le digo. Y él,
sin dejar de tocar, sonríe y responde en perfecto español nativo: «No,
por favor. Gracias a usted».
Me alejo calle arriba, dejando atrás la música hasta que se apaga a
mi espalda. Pensando, sombrío, en ese joven violinista. El encuentro
tenía que haberme alegrado la mañana, me digo. Esa música tan bella.
Pero lo cierto es que me ha entristecido. Mucho. Me hace sentir como en
otro tiempo, con aquella gente con la que me cruzaba en lugares
inciertos: caminando hacia ninguna parte con sus críos y lo poco que
habían podido salvar de sus casas destruidas, mientras me preguntaba qué
azarosos caminos los habían llevado hasta allí. La felicidad que tal
vez dejaban atrás, la pesadumbre de su presente. Y aquellas miradas
turbias de fatiga y desesperación. De miedo al futuro. El joven del
violín tenía la misma mirada. O quizá, concluyo, soy yo quien la tiene
impresa, indeleble, de otros tiempos y lugares que en el fondo siempre y
de alguna forma son los mismos, y me limito a aplicársela a ese joven. A
enfocarlo con ella, incómodo botín de vida, a él y a su conmovedor
violín. A transferirle mis propios fantasmas.
Recuerdo algo que leí hace poco. Una carta que alguien me hizo
llegar: un padre de una muchacha que estudia música. Vulgar historia,
como tantas otras diversas y tan parecidas entre sí, de jóvenes nacidos
en el tiempo equivocado; en el país inadecuado, lleno de trabas
burocráticas, de zancadillas oficiales, de vilezas corporativas, de
desidia y de contumaz ignorancia. La historia de siempre: ciencia,
cultura. Música. Desdén y olvido. Aquel padre se lamentaba de la
situación de la música en España: desinterés oficial, aberraciones
académicas, sálvese quien pueda, chiringuitos provinciales minoritarios,
taifas de músicos locales que se buscan la vida repartiéndose entre
ellos, casi en privado, lo poco que cae. Y esa chica o muchacho
brillantes, con ganas y talento -el que acabo de encontrar tocando el
violín podría ser uno de ellos-, que tal vez destacó en los estudios,
que ha dado humildes conciertos o estrenado pequeños logros en una
ciudad, la suya, donde los críticos locales y quienes tienen en sus
manos los resortes del asunto ni se molestaron en asistir; y que,
luchando por abrirse paso, se presenta a certámenes, gana pequeños
premios que no sirven para comer ni para seguir adelante, se esfuerza
por conseguir esa beca que, cuando existe, nunca le dan, y acaba
quedándose en su casa, tocando para su familia y sus amigos mientras
termina los estudios en el conservatorio; consciente de que si su
instrumento es orquestal, flauta o violín por ejemplo, tal vez consiga
formar parte de algún grupo de jóvenes o no tan jóvenes que toquen por
amor al arte, o casi. Sabiendo que su máximo triunfo, si lo acompaña la
suerte, será llegar a profesional de la música como profesor de grado
elemental o de piano, en el mejor de los casos, en un conservatorio
donde podrá formar a chicos con talento y ganas que acabarán tan
frustrados y amargos como él. En cuanto a lo otro, la posibilidad de
llegar a donde debería y a donde puede, a concertista, compositor o
director de orquesta, sólo le quedará un camino: coger su instrumento,
hacer la maleta y largarse -si es que aún está a tiempo y puede- de esta
tierra suicidamente inculta, enferma de sí misma y sin futuro.
Intentarlo fuera, lejos, como tantos otros, si no quiere convertirse en
el joven que toca el violín en una calle solitaria de Madrid,
transmitiendo, a quienes escuchen con un mínimo de lucidez su bellísima
melodía, menos placer que tristeza.
Arturo Pérez Reverte. XL Semanal, 05-11-2012
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